Desde hace algo más de un año han comenzado a proliferar las máquinas fotocopiadoras que además de sus, por todos conocidas, funcionalidades incluyen la posibilidad de digitalizar un documento y enviarlo a una cuenta de correo electrónico o, si se dispone del debido software, a cualquier carpeta de los ordenadores a los que estén conectadas por red.
Aunque los escáneres “de toda la vida” dan mejores resultados que estos nuevos dispositivos multifuncionales, por ejemplo, cuando se necesita digitalizar una gran cantidad de hojas, cuando la calidad de los originales no es muy buena o cuando se requiere algún retoque especial, estas máquinas se están poniendo de moda en el ámbito corporativo, a pesar de los posibles problemas de seguridad, tanto interna como externa, que conllevan y contra los que, por suerte, es posible protegerse sin demasiados quebraderos de cabeza.
Sin embargo, en otros ámbitos de la sociedad estas máquinas todavía no se prodigan tanto. Hace unos días, durante mi visita a las colecciones especiales de la biblioteca de la Universidad de Stanford en el precioso campus de Palo Alto, tuve ocasión de comprobarlo. Me pasé cuatro días escrutando cientos de documentos del siglo pasado guardados para la posteridad en los más variopintos formatos que uno se pueda imaginar (¿Alguien se acuerda del ciclostil, del cliché o de los muchos otros antecesores de la impresora láser o la multifotocopiadora? ¿Alguién guarda papel cebolla y papel carbón en algún cajón de su escritorio? ¿Quién no ha olvidado la satisfacción que producía escribir en una máquina de escribir eléctrica tras el martirio de la constante corrección de erratas de la máquina de escribir mecánica? ¿Y dónde se nos quedó el último bote seco con la tapa pegada del socorrido Tipp-ex?).
En fin, volviendo a la catedral californiana del saber: ante tanto testigo impreso del pasado no pude resistir la tentación de apartar un abultado número de documentos para encargar a la bibliotecaria de turno las consabidas fotocopias, prueba infalible de que se ha realizado una buena investigación. El presupuesto por el servicio no me sorprendió tanto como el hecho de que, en lugar de hacer copias (que luego tendrán que mandar por correo tradicional), no escanearan directamente los originales. Una de las compañeras de trabajo con las que iba me indicó también que ni siquiera las fotocopiadoras de acceso libre (que no gratuito) de la biblioteca central estaban equipadas con este servicio de digitalización y envío directo a una cuenta de correo electrónico.
Me imagino que los recortes de presupuesto y la crisis económica también afectan a universidades millonarias como la de Stanford. Sin embargo, sospecho que la falta de celeridad en introducir este tipo de tecnología en las bibliotecas se debe más bien al temor de que todo lo digitalizado se transmite y se comparte mejor. Que se destruyan un par de árboles no parece ser tan preocupante, y que la tediosa tarea de fotocopiar se tenga que volver a hacer una y otra vez, mucho menos todavía.
1 comentario:
Guao, no sería una mala forma de ir digitalizando unos archivos o biblioteca. No digitalizar de la A a la Z todo el archivo, sino digitalizar según las demandas de los investigadores, tardaría más pero ahorraría una pasta bastante considerable a las universidades, porque se financiaría con lo que hoy cuestan las fotocopias que te mandan.
Aunque es normal que haya ciertas reticencias a que los fondos de los archivos estén "pululando" por el ciberespacio libremente...
Publicar un comentario