Nuestro lenguaje hablado nos sirve para vivir con nuestros contemporáneos, con las personas que andan alrededor de nosotros, para entenderlos, para quererlos. Mucho es. Ningún tiempo es más precioso, inevitablemente, que el único relativamente nuestro, el de nuestra vida. Pero nuestra vida, está limitada a un breve término. Una generación no pasa de ser un sumando en la constante operación secular de añadir días a días, vidas a muertes, hombre a hombres. El hombre medio, vulgar, moderno, un tanto infatuado, engreído por sus crecientes poderes sobre la materia, se ha hecho demasiado presentista. Quiero decir que se niega a reconocerse fuera de él, de su limitada individualidad, fuera de su tiempo; para él la vida es su vida. El cinismo del gran rey francés «Después de mí, el diluvio», aún le está estrecho; si no dice, parece que siente, la frase melliza a la anterior: «Antes de mí, el diluvio». Sólo la intensificación de la conciencia histórica puede devolver al hombre de hoy su sentido y su orgullo de ser transitorio. Tránsito, el hombre, biológicamente, entre el padre que le dio vida y el hijo a quien él se la da. Históricamente, el ser individual, en su grupo, en su generación, una onda, empujada por miles de ondas que vinieron antes, y que a su vez impulsa a las que le van a seguir, todos en el caudal común de lo humano. De esa calidad de transitorio, puede y debe sacar el hombre su dignidad, la seña de su grandeza; la eterna compañía que le hacen desde ayer sus antepasados y la que le preparan en el mañana sus descendientes. El deber vital más noble es asegurar esa transmisión. Y el lenguaje es el mejor instrumento.
Salinas, Pedro. Aprecio y defensa del lenguaje. Universidad de Puerto Rico, 1944
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