9 de noviembre de 2019

Con un canto en los dientes

Van pasando los años. Nos lo recuerdan las canas, la pérdida de memoria, los hijos que se echan novia, los amigos que nos van dejando. También nos lo indican los aniversarios de los eventos que marcaron nuestra vida: veinte años de Columbine, veinticinco de la muerte de Kurt Cobain y ¡ya treinta! del día en que se cayó el Muro de Berlín.

Die Mauer.

A estas alturas ya sabéis todos que, en aquella época, yo vivía en una residencia de estudiantes de Berlín Este, que esa noche me la pasé durmiendo y que al día siguiente me saludaron en Checkpoint Charlie como si no supiera qué era Occidente y qué bondades esperaban al otro lado del Muro. Mi hijo hasta me toma el pelo sobre mi pasado “comunista” y sonríe, entre comprensivo y burlón, cuando me ve cara de querer contar alguna batallita de aquel entonces. La verdad es que cada año que pasa me parezco más a un disco que se ha rayado ¿ejem, disco rayado? en la canción de #cualquiertiempopasadofuemejor.

No, no fue mejor. Solo distinto. Pero quizá nos parezca peor el presente porque el paso del tiempo embellece los recuerdos que queremos mantener y destroza aquellos que no nos interesa tener en la memoria. El destino juega siempre con ventaja: nunca nos deja ver las cartas que esconde en la manga. Claro que ahora con las redes sociales resulta algo más fácil averiguar qué cartas tenía guardadas la vida para los amigos que se perdieron de vista por el camino. Hace cinco años ya os conté de mi profe que decidió quitarse la vida y de su amigo, con el que recuperé el contacto a raíz de este trágico suceso. Hoy me he empezado a acordarme de nombres y países, de caras e ilusiones, de apodos y conversaciones: Inés, Hilario, Rolando, Scott, el Oso, Miguel, Peter, Ralph, la Rusa, Torsten, Armando, Linda, Pancho...

No sé dónde estarán ahora. Pero sí dónde estuvimos el 9 de noviembre de 1989.

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